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El lobo feroz se llamaba Caperucita

lunes, 9 de diciembre de 2013


Texto de Carolina Fernández
Ilustración de Brenda Figueroa


En el mundo de los cuentos al revés también había escuelas, e igual que en el mundo real había niños y niñas a los que no les gustaba nada ir al colegio. 

Caperucita era una de esas niñas. Nunca le daba tiempo a terminar sus tareas, no recordaba bien muchas cosas que tenía que aprenderse, le parecía aburrido escuchar al profesor y la mayoría de las cosas que tenía que hacer le parecían difíciles. A Caperucita le gustaba ir al colegio para jugar con otros niños y niñas pero muchas veces también acababa pegándose o insultándose con la mayoría. Así que, definitivamente, el colegio para ella era bastante duro…

La parte más divertida de su día empezaba cuando salía de la escuela y llegaba a casa con la abuelita y se ponían a hacer magdalenas juntas, luego leían algún cuento, y si hacía frio tejían bufandas. Si hacía sol y calorcito, lo que más le gustaba era salir a jugar, correr y saltar por el campo

- ¿Por qué el colegio no será así? ¿Por qué no puedo hacer cosas que me gustan? 

Caperucita, iba todo los días al colegio pensando que el día iría bien, que ella lo haría lo mejor posible y saldría del colegio muy contenta. Sin embargo, al final del día siempre salía enfadada. Algún compañero se metía con ella, su profesor, Mateo le regañaba por algo, y Caperucita acababa siempre por sentir ese nervio que le subía por todo el cuerpo y que le enfadaba tanto. 

- Déjenme en paz, ¡estoy harta!

Y soltaba algún tipo de gruñido indescriptible que nadie en su clase sabía interpretar. A decir verdad, aquel gruñido parecía el de un terrorífico lobo feroz. Y es que cuando Caperucita se enfadaba se parecía mucho a los lobos de los cuentos. Caperucita fruncía el ceño, se le cerraban los ojos, se le cerraban los puños y ya no podía pensar nada más. Solo tenía ganas de ser como un lobo feroz y asustar a todo el mundo para que le dejaran en paz. 

- Caperucita, no puedes seguir así- le decía Mateo -. Tienes que empezar a portarte mejor, estamos cansados de tu mal humor. 
- Si yo lo intento pero no sé cómo hacerlo. Me enfado y es como si me convirtiera de verdad en un lobo que no sabe lo que hace – gritaba Caperucita a la vez que lloraba. 

Mateo, viendo lo mal que lo estaba pasando Caperucita, decidió llamar a la abuelita y hablar con ella para pensar juntos cómo podían ayudarla. La abuelita, que era una persona con muchas ideas, enseguida ideó un plan. Para empezar, le pidió a Mateo que confiara en su nieta, y en lugar de enfadarse con ella siempre por no estar atenta o no hacer bien los deberes o por pelearse con la mayoría de sus compañeros, tratara de ayudarla y entenderla. 

Después, cuando llegó Caperucita y juntas se sentaron frente a un buen plato de magdalenas y una gran taza de chocolate, la abuelita decidió contarle su plan a Caperucita. 

- Si sigues así, ese lobo feroz que aparece de vez en cuando va a terminar por comerse a Caperucita entera y que los demás vean solo al lobo feroz. 
- Ya lo sé, pero cuando me entra el nervio no puedo controlarlo, ¡no sé que hacer! 
- Caperucita, tú siempre llevas esa capa verde que te regalaron papá y mamá antes de irse, ¡¿verdad?!, ellos querían que la llevarás contigo para que te cuidara y estuvieras siempre bien. Bueno, pues esto es lo que puedes hacer a partir de ahora. 

La abuela explicó tranquilamente su plan a Caperucita. Cada vez que la niña notara que el nervio le subía por la cabeza, por los puños, por la tripa, debía subirse la capucha de su capa y respirar profundamente cinco veces a la vez que contaba. Cuando terminara, debía pensar ¿estoy enfadada, estoy triste?...y buscar a alguien en quien confiara para poder contarle lo que le pasaba y buscar juntos la manera de sentirse mejor. Pero aunque el plan parecía bueno, Caperucita no las tenía todas consigo:

- Ay abuelita,  ¡eso es muy difícil! Porque no me va a dar tiempo, porque no confío en nadie en la escuela, ¡porque se van a reír de mí! 
- Caperucita, inténtalo, simplemente cuando lo notes, ponte la capucha y antes de hacer nada, respira, cuenta…¡ y confía en ti!

A la mañana siguiente Caperucita llegó a la escuela contenta y nerviosa, las clases comenzaron aburridas casi como siempre, y digo casi, porque esta vez Mateo, en lugar de enfardarse por los ejercicios sin hacer o mal hechos de Caperucita le explicó cómo hacerlo bien, y se ofreció a ayudarle para terminar el resto, cuando acabara la clase. 

Muy sorprendida, Caperucita pensó que aquella mañana todo iba a salir bien y en efecto, las cosas iban mucho mejor que cualquier otro día del colegio. Hasta que llegó el recreo. Y otra vez le entraron ganas a Caperucita de convertirse en un lobo feroz. Y es que Caperucita tenía ganas de jugar pero no sabía con quién. Andaba despistada sin fijarse bien cuando se chocó con una niña de su clase: 

- ¿Qué haces ahí en medio, Caperucita? ¿No ves que nos molestas? ¡Lárgate! 

Caperucita sintió el nervio y las ganas de gritar a aquella niña maleducada. Pero entonces, pensó en la abuelita y se dio media vuelta con su capucha puesta. Trató de respirar y respirar… pero seguía muy enfadada: ¡el truco de la abuelita no estaba funcionando! Pero mientras seguía respirando sin saber qué hacer y sin confiar demasiado en el truco de la abuela, Peter, se acercó y le dijo; 

- Oye, ¿quieres venir con Wendy y conmigo a jugar a los piratas? 

La sonrisa de Caperucita no le cabía en la cara, no sabía si su capucha había hecho magia, o si eso de no salir corriendo a gritar y pegarse con sus compañeras le había salido bien…no sabía muy bien si la próxima vez iba a respirar o a gritar, si Peter y Wendy le ayudarían a enfadarse con quien se metiera con ella, o si al fin tendría con quién jugar en el recreo. Lo único que Caperucita sabía, era que jugar a los piratas era de las cosas que más le gustaban y que eso le hacía estar muy contenta.

Y fue así como, gracias a la ayuda de la abuelita, de Mateo, de Peter y Wendy, de la capa verde y de la confianza en sí misma,Caperucita, poco a poco, fue dejando que su lobo feroz desapareciera.

Y la escuela ya nunca más fue un lugar horrible, sino un sitio donde sentirse bien, aprender, jugar a piratas y, lo más importante, hacer buenos amigos. 


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