Hace ya quinientos años que terminó la Edad Media. Y sin embargo... los fieles acuden a las mismas catedrales y el paisaje está dominado por los mismos castillos... Los estudiantes van a las mismas universidades y los comerciante venden sus productos en los mismos mercados... Los mismos parlamentos resuenan con los discursos de los diputados y los mismos ayuntamientos (municipalidades) dirigen los asuntos de las mismas ciudades...
La Edad Media no es la "edad de las tinieblas", como frecuentemente se suela afirmar. Más bien, alumbra los tiempos que la seguirán. Difunde por todo Occidente -e incluso inventa- gran parte de sus sistemas ideológicos, técnicas y artes.
En la Europa del siglo IX, el imperio de Carlomagno se desmiembra y el poder de los reyes se debilita. Esta desorganización política determina el nacimiento de un nuevo régimen social: el feudalismo, que encumbrará a los señores feudales.
Este sistema se basa en los vínculos que se establecen entre el débil y el poderoso. El primero (el vasallo) jura fidelidad al segundo (el señor); y éste, a cambio, le promete protección. Carente de bienes, el pobre recibe un dominio (el feudo) de su señor y goza de su apoyo, indispensable en una época en que los combates son continuos. El señor, a su vez, recibe ayuda y consejo de su protegido, que le acompaña en caso de guerra.
Los principados y los condados se disgregan desde el siglo IX a causa de las guerras, y entonces la administración de cada aldea o de cada región empieza a depender del castillo. Heredero de las fortificaciones romanas e incluso prerromanas construidas sobre las colinas, el castillo se convertirá en símbolo del poder.
El castillo había sido construido para la protección y, más tarde, para el confort de los hombres. La catedral se iba a construir para mayor gloria de Dios. Todos los esfuerzos de constructores y artistas debían tender a un mismo fin: rendir un homenaje al Creador.
En tiempos de Carlomagno, el plano de los santuarios se inspiraba en el de las basílicas romanas (salas paganas que albergaban el mercado y donde se administraba justicia) o en el de las iglesias bizantinas. Deseando hacer renacer el esplendor antiguo, el emperador favorece las construcciones monumentales. Flanqueadas por torres y por un campanario, estas iglesias, hoy desaparecidas, son el origen de las grandes catedrales.
A principio del siglo XI reina un fervor religioso como nunca se había conocido en Occidente. Los fieles emprenden lejanas peregrinaciones (Roma, Santiago, Jerusalén), y los lugares de oración se multiplican a lo largo del camino. Cuando la piedra sustituye a la madera, los arquitectos, a falta de otros medios, imitan la técnica romana. Llamadas románicas a causa de esta imitación, sus obras reproducen los arcos antiguos; y la bóveda de cañón (de superficie cilíndrica) sirve de techo. Su masa es tan enorme que sólo pueden sostenerla muros de gran espesor, no muy elevados y con pocas y pequeñas aberturas.
El pórtico de las iglesias románicas está cubierto de estatuas. A pesar de la poca luz, las paredes interiores se hallan cubiertas de frescos, o, en Italia, de mosaicos.
Los claustros de los monasterios suelen ser concebidos con mayor brillantez que las iglesias de los obispos. Su patio está bordeado por columnas coronadas con capiteles esculpidos.
En la segunda mitad del siglo XII aparece el arte gótico. Esta palabra, que hoy es sinónimo de "noble" e "ilustre", deriva precisamente de "godo", el nombre de un pueblo bárbaro.
A su vez, la técnica de los escultores se refina: las posturas hieráticas de los santos y las vírgenes del arte románico ceden paso a las siluetas expresivas y armoniosas del gótico.
Agrupados en una cofradía dirigida por un maestro de obras, los artesanos se aplican a su tarea durante años. La edificación de una catedral se prolonga durante una, dos o tres generaciones. Los hombres que manejan tornos y palancas en las obras son a menudo de origen campesino. Unos excavan los cimientos, otros acarrean piedras desde las canteras próximas o transportan maderas.
El dinero necesario para la construcción procede sobre todo de la Iglesia, pero también de los reyes y los nobles. Careciendo de dinero, los modestos feligreses ofrecen el único recurso de que disponen: su trabajo.
Si la iglesia románica, más modesta, era la obra de comunidades aldeanas compuestas por monjes y campesinos, la catedral gótica es la obra de la ciudad. Todos los gremios o corporaciones colaboran en la construcción. Albañiles y herreros, escultores y vidrieros, carpinteros de obra y canteros, todos se sienten orgullosos de contribuir al prestigio de su ciudad.
La catedral medieval no es sólo un lugar de meditación: Centro de la vida social, acoge a ciudadanos de cualquier rango y a peregrinos venidos de lejanas tierras.
Pues la catedral es también el centro de la vida cultural: monasterios y obispados son, hasta el siglo XII, las únicas escuelas de Occidente, los únicos lugares de enseñanza, a los que acuden los futuros prelados. Pero también los grandes comerciantes buscan ahora la instrucción necesaria para llevar sus negocios, por lo que se abren en las ciudades nuevos centros de estudio. Las primeras universidades aparecen en París (famosa por su enseñanza en teología) y Montpellier (medicina), Salerno y Bolonia (derecho), Oxford, Salamanca. A orillas del Sena, toda la montaña de Sainte-Geneviève se cubre de colegios: "Jamás se había visto en parte alguna del mundo, ni en Atenas ne en Egipto, tal afluencia de estudiantes", afirma un cronista.
Los libros, escritos a mono por los copistas, son escasos y costosos. Por tanto, la enseñanza es, sobre todo, oral; pero los alumnos escriben a menudo en pieles de alguna res especialmente preparadas: los pergaminos. Los cursos se dan en latín, idioma adoptado por las universidades y hablado por las gentes más cultas.
La inmensa mayoría de la población es analfabeta e inculta. Se expresa en lenguas populares: sonidos, vocabulario y sintaxis se transforman para originar diversos dialectos, salidos sobre todo del latín. El desarrollo de idiomas nacionales perjudica las comunicaciones. Pero favorece los intercambios entre los eruditos y el pueblo. Y gracias a él aparecen ricas literaturas nacionales.
En la Península Ibérica, las primeras obras literarias son también líricos o épicos: entre poemas líricos destacan lasjarchas (cancioncillas creadas por cristianos que vivían en tierras musulmanas) y las cantigas de amor o de amigo de la zona galaicoportuguesa; y entre los segundos, el Cantar del Mio Cid, obra inaugural de la literatura castellana.
El dialecto toscano está en el origen de la lengua italiana, que entonces emplea Dante, el autor de la Divina Comedia, y luego Petrarca y Boccaccio. En lengua alemana aparecen también poemas líricos y épicos, destacando entre éstos elCantar de los nibelungos. En el siglo XIV, el inglés destrona al francés en el Parlamento de Londres, y Chaucer será el primer gran escritor que se exprese en el nuevo idioma.
Al resucitar la cultura de los antiguos, los sabios y filósofos árabes estimulan la vida cultural en Occidente. Así, el pensamiento de Aristóteles es reintroducido en Europa. Aunque a veces se contradice con la teoría cristiana, suscita un enorme interés. Santo Tomás de Aquino, un dominico que enseña en París, logrará reconciliar las ideas de la Antigüedad y las de la Iglesia.
También los descubrimientos de los sabios musulmanes penetran en Europa. Inspirándose en sus obras, los alquimistas buscan la "piedra filosofal" que les permita transformar los metales en oro. Aunque no lo consiguen, sus investigaciones estimulan el desarrollo de la química: por ejemplo, aprenden a obtener diversos ácidos de los minerales... lo cual contribuyó más al bienestar de los hombres que si hubieran aprendido a crear oro.
Una de las grandes figuras de la ciencia medieval es un franciscano inglés que, en el siglo XIII, profesa ideas avanzadas en Oxford: Roger Bacon. Espíritu universal, describe por primera vez la pólvora negra, subraya el papel del cerebro en el sistema nervioso y perfecciona un invento óptico reciente: los lentes.
Algunos inventos benefician al mundo del trabajo. Las esclusas y dragas facilitan el tráfico fluvial y marítimo. Los molinos de viento permiten cultivar nuevas tierras. Las aceñas o molinos de agua accionan las máquinas de las minas, de las fraguas, de las fábricas de paños. La aparición de la pólvora, y consecuentemente del fusil y el cañón, transformará por completo la guerra. Y la brújula, el timón de popa y la vela triangular darán un gran impulso a la navegación.
Aunque las innovaciones técnicas no son muchas, los sabios de la Edad Media tienen el mérito de anunciar ya con sus investigaciones el esplendor intelectual del Renacimiento y la era de los descubrimientos geográficos. Prefiguran los tiempos modernos.
Nacido en el norte de Italia en el siglo XIV, el Renacimiento es un gran movimiento de reacción a los infortunios y reveses del tiempo, un "reto-respuesta", en palabras del historiador inglés Toynbee, que, en dos siglos, cambiará la vida de Europa y le dará una de las más brillantes civilizaciones que el mundo haya jamás conocido.
La coraza de murallas y tradiciones del viejo Occidente medieval se resquebraja por todas partes.Los hombres, tras las pruebas que han soportado, tienen sed de vivir, de actuar, se salir, en fin, de los viejos cuadros sociales (clase, familia, gremio, cofradía) que durante tanto tiempo les habían protegido. Por espacio de siglos, habían dirigido sus miradas al cielo; a partir de ahora las dirigen a la tierra. La descubren, descubren la naturaleza, se descubren a sí mismos en cuanto individuos.
En Flandes y en Italia, pintores como los hermanos Van Eyck o Masaccio y escultores como Ghiberti o Donatello comienzan a expresar esta nueva visión mediante la búsqueda de la perspectiva (que permite situar exactamente los objetos en el espacio), mediante el interés por las caras y los cuerpos (es decir, por el individuo), mediante la importancia concedida a los paisajes (es decir, a la naturaleza). Enseguida, bajo la influencia de los intelectuales, se inspiraron en la antigüedad a fin de realizar obras en las que se manifestase su apasionado amor por la belleza. Y Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Rafael y Durero conseguirán con una grandiosidad jamás alcanzada.
Es en el terreno de los negocios donde el dinamismo de los hombres del Renacimiento se manifiesta primero con el mayor esplendor. La reconstrucción de las ciudades destruidas durante los recientes conflictos, la necesidad de productos suntuarios que sigue habitualmente a las graves crisis, una creciente demanda de metales para la acuñación de moneda y para los nuevos productos (armas de fuego, material de imprenta, relojería), permiten a personas emprendedoras labrar fortunas fabulosas y convertirse en los banqueros de Europa. Desempeñan también un papel político considerable, aun cuando no acceden al gobierno; tal es el caso de los Médicis en Florencia.
Merced a los capitales de hombres como, por ejemplo Jakob Fugger, los reyes del Renacimiento pueden afirmar su poder, extender sus Estados, dotarlos de una administración moderna,, organizar la economía, construir caminos y puertos (como El Havre, creado en 1515 por Francisco I), estimular la expediciones ultramarinas, convertidas en una necesidad para una Europa en pleno progreso y que experimenta una creciente necesidad de metales preciosos, de especias...
A cambio de su dinero, los comerciantes-banqueros esperan de los soberanos que garanticen la seguridad del comercio. Hay que la incautación, en tiempo de guerra, de los barcos mercantes, delimitar las zonas de pesca, evitar que determinados Estados se atribuyan el monopolio de la navegación por mares de su elección, como hace Venecia en el mar Adriático. Los acuerdos se multiplican entre los gobernantes, a ejemplo del concluido en 1496 entre Enrique VII de Inglaterra y Felipe el Hermoso de los Países Bajos, que concede el derecho de pesca a los marineros ingleses y flamencos y autoriza la libre circulación de mercancías entre los dos países.
Poco a poco, la vida internacional se organiza. Las relaciones entre los Estados se hacen permanentes, gracias a los embajadores que se instalan en todas las capitales y no ya solamente en algunos centros privilegiados, como Roma o Constantinopla. La era de la diplomacia empieza.
Si entre los siglos XIV y XVI los comerciantes-banqueros europeos no hubieran hecho otra cosa que invertir su dinero en operaciones financieramente rentables, los museos y las bibliotecas del mundo entero serían sin duda menos ricos. Afortunadamente para la cultura occidental, estos negociantes experimentados, lejos de considerar las artes, las ciencias y las letras como ornatos superfluos, supieron utilizar con inteligencia su fortuna y sus ocios para embellecer su vida y cultivar su espíritu.
Con este objeto se rodearon de artistas, de eruditos y de hombres de letras a los que, a cambio de sus trabajos, aseguraron una vida libre de preocupaciones materiales. Reyes y príncipes, altos funcionarios, papas y cardenales hicieron otro tanto desde Nápoles hasta Londres, desde Lisboa y Granada hasta Hamburgo y Croacia.
El ansia de gloria y competición que animaba a estos mecenas ( así se llama a estos protectores de las artes, según el nombre de Mecenas, caballero romano del siglo I a.C.) les impulsó a rivalizar en la formación de colecciones de manuscritos y objetos preciosos; en el embellecimiento de sus ciudades, a las que dotaron de plazas, de estatuas y de monumentos; en la construcción de palacios y de castillos, decorados con muebles nuevos: armarios, hechos primeramente con dos cofres superpuestos, aparadores para la presentación de piezas de orfebrería, sillones de brazos cubiertos con cojines; en la búsqueda, en fin, de perfeccionamientos técnicos. Este último terreno apasiona a Europa hasta tal punto que Leonardo da Vinci, el pintor de la Gioconda, al presentarse en 1482 a su futuro protector, el dux Ludovico el Moro de Milán, hará alarde de sus dotes de ingeniero, más que de su talento como pintor.
Al visitar en Italia (en Florencia, Venecia, Roma, Urbino, etc.) o en Francia (a orillas del Loira) los palacios y castillos del Renacimiento, uno se siente admirado por su elegancia y esbeltez. Nada de altas y sombrías fachadas perforadas por escasas aberturas, como las que ofrecen los edificios de siglos precedentes, sino edificios a la medida del hombre que se emplazan en torno a patios bordeados por ligeras arcadas y de jardines hechos para el paseo y el esparcimiento. Las habitaciones, bien iluminadas, están abundantemente decoradas con esculturas o pinturas que para sus temas no recurren ya únicamente a la religión, sino que ponen en escena también divinidades paganas, héroes de la antigüedad o al dueño de la casa y a su familia. Así, el Vaticano, los Borgia aparecen pintados por el Pinturicchio en medio de santos y de dioses de la mitología.
En conjunto, los monumentos del Renacimiento traducen un ideal de belleza y un gusto por la naturaleza y los placeres de la vida diferentes de las aspiraciones del Medievo.Al contemplarlos se advierte la importancia de las transformaciones producidas a partir del siglo XIV en la mentalidad de los hombre de Occidente, bajo la influencia, no solamente de los hechos económicos y de los descubrimientos técnicos, sino también del pensamiento de los intelectuales de esta época, los mismos a los que se ha llamado humanistas.
El afán de cambio que a finales de la Edad Media agita los espíritus impulsa a hombres cultivados, los humanistas, a buscar fuera de la enseñanza oficial de la Iglesia una respuesta a las preguntas que el hombre se plantea acerca del mundo y de su lugar en el mismo.
Siguiendo al italiano Petrarca, uno de los primeros que leyeron con clarividencia los textos antiguos, los humanistas interrogan a los autores grecolatinos, buscan en ellos la solución de sus problemas. La llegada a Italia de sabios griegos que huyen de Constantinopla, asediada por los turcos a mediados del siglo XV, proporciona a Occidente numerosas obras clásicas; y los primeros grandes descubrimientos arqueológicos ( el Apolo de Belvedere, el Laocoonte) generalizan la afición de una élite por la antigüedad. La invención de la imprenta permite divulgar entre el público las grandes obras de las literaturas griega y latina. En Florencia, Cosme de Medici encarga a un erudito, Marcilio Ficino, la traducción y el estudio de los Diálogos de Platón.
La influencia de estos trabajos es considerable no sólo sobre los escritores, sino también sobre los artistas. Estos últimos, inspirándose en el pensamiento del filósofo griego, según el cual la belleza es signo de bondad y conduce a Dios el alma prendada del ideal,, se dedican -mediante el empleo de figuras geométricas como el círculo o el cuadrado, mediante el cálculo de proporciones y el recurso a la simetría- a expresar la necesidad del orden y de la unidad, es decir, de perfección y de eternidad que alienta el corazón del hombre. Esta aspiración será la que anime a genios como Bramante, Rafael y Miguel Ángel.
Los hombres del Renacimiento han ampliado su universo; han descubierto el poder de la inteligencia humana; se han hecho más libres. Pero, al mismo tiempo, los límites del mundo y los del espíritu humano les resultan evidentes. Al liberarse de las tradiciones del pasado, han encontrado la duda y la soledad. Un grabado del pintor alemán Durero, de 1514, tituladoMelancolía, simboliza perfectamente esta inquietud que atraviesa el siglo XVI.
Preocupada por la política y el dinero, la Iglesia se revela incapaz de hacer frente a esta crisis moral, y son numerosos los que buscan entonces en la astrología y la hechicería una respuesta a sus problemas. Fracasadas las llamadas a la reforma religiosa hechas por sabios como el gran humanista Erasmo de Rotterdam, el cisma de Lutero abre en 1521 un largo período de intolerancia y de guerras que acaba con el Renacimiento.
Por otra parte, no hay que olvidar que la apasionante aventura del Renacimiento será ante todo obra de una minoría selecta. El pueblo no verá sensiblemente disminuir su miseria; por el contrario, las guerras de religión que se anuncian provocarán muerte y desolación, especialmente entre los campesinos. Sin embargo, las conquistas excepcionales de este período no se perderán. El optimismo del humanista alemán Ulrich von Hutten cuando exclamaba: "¡Oh siglos, oh estudios, es una alegría vivir!" reaparecerá en el siglo XVIII. El "siglo de las Luces", siguiendo el ejemplo de los hombres de los primeros tiempos del Renacimiento, creerá en la razón humana y exaltará la ciencia como instrumento del progreso de la humanidad. La confianza en el hombre y en sus capacidades, afirmada por el Renacimiento, producirá entonces todos sus efectos: la burguesía racionalista barrerá, en el movimiento de la Revolución francesa, los últimos vestigios del viejo mundo feudal.
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