Texto de María Bautista
Ilustración de Raquel Blázquez
Mario era el humano de Zeta y Zeta, que tenía el pelo rojizo como un zorro, era el gato de Mario. A Zeta le gustaba mucho su humano, pero también le gustaba hacer cosas solo. Por mucho que el niño insistía, Zeta nunca dormía en su cama cuando él estaba dentro, prefería hacerlo acurrucado en un cojín junto al radiador. A Zeta le gustaba descubrirlo todo, ¡era tan curioso! y no tenía miedo a nada, o casi a nada. Porque la aspiradora, en verdad, le asustaba un poquito. Cuando olía, oía o veía algo nuevo, Zeta no se lo pensaba dos veces… acudía sigiloso a olfatear, escuchar y observar lo que pasaba. Era todo lo contrario que su humano. Y es que a Mario no le gustaban las cosas nuevas: le daban miedo.
Por eso cuando aquel otoño comenzó en una escuela nueva, un colegio de mayores, que decía su abuela, Mario no paraba de quejarse. Eso a pesar de que había muchas cosas que le gustaban de su nuevo colegio. Para empezar ya no tenían que llevar ese infantil color verde que tanto odiaba. Además, el colegio nuevo era mucho más grande y en vez de un patio de arena, tenían una pista de fútbol y otra de basquetbol. Sin embargo, las clases eran cada vez más complicadas. Lo que menos le gustaba a Mario era cuando le tocaba leer en alto delante de toda la clase. Se ponía tan nervioso que todas las letras comenzaban a bailar y a mezclarse unas con otras. Al final Mario comenzaba a tartamudear y le tocaba a otro releer lo que él había leído.
Mario le contaba a Zeta todas estas cosas y el gato, mientras se dejaba acariciar con paciencia, pensaba en lo injusto que era que Mario, que no quería ir al colegio, tuviera que acudir a él cada día.
–Y mientras yo, que me encantaría, tengo que quedarme en casa cada día. ¡Con lo que me gustaría a mí ir al colegio y aprender a leer!
Para Mario, sin embargo, era todo lo contrario:
–Qué suerte tienes Zeta, tú puedes estar en casa todo el día… ¡Si yo fuera un gato: sería tan feliz!
Y tanto quería Zeta ir al colegio y tanto quería Mario ser un gato, que una noche de luna llena un hada traviesa que pasaba por la ventana decidió concederles el deseo.
–Durante una semana Zeta será un humano y Mario un gato…
Imaginaros el lío que se montó a la mañana siguiente… Zeta con su cuerpo de niño de 6 años y Mario lleno de pelo color rojizo.
–Y ahora ¿qué hacemos? –exclamó Zeta que ahora hablaba como los humanos, puesto que era uno de ellos.
–Pues tendrás que ir al colegio y hacerte pasar por mí –maulló Mario mientras se chupaba la pata con su lengua aterciopelada.
Y así lo hicieron. Zeta se marchó al colegio y allí vio con sus ojos todo lo que Mario le había contado. Lo campos de fútbol y basquetbol, los libros repletos de letras y aquella maestra que les hacía leer en voz alta. Como Zeta era muy curioso y no le tenía miedo a nada, estuvo observando a todos los niños, mirando bien los libros y descubriendo en qué consistía eso de leer. Pero aunque todo era muy divertido, Zeta estaba agotado. Así que cuando llegó el recreo pensó quedarse acurrucado en una esquina y echarse una siestecita: aquello de ser niño era muy entretenido, pero también muy agotador. Pero cuando estaba a punto de quedarse dormido, sus amigos vinieron y le obligaron a jugar un partido de fútbol con ellos.
Mientras tanto, en casa, Mario se había quedado en la cama tan a gusto que pensó que eso de ser gato era lo mejor del mundo. A mediodía se fue al despacho de Papá, se subió a la mesa y empezó a ronronear. Papá, que estaba revisando unos papeles muy complicados le apartó de un manotazo. Y el pobre Mario convertido en gato acabó de bruces en el suelo.
–Bueno, volveré a mi camita. No tengo nada que hacer más que dormir, comer y jugar…
Pero dormir tantas horas era aburrido, y no hablemos de jugar: perseguir una bola de lana no era la idea que Mario tenía de diversión. Tampoco era mejor comer: aquellas bolitas secas que Zeta solía devorar a todas horas sabían a rayos y truenos.
Y así fueron pasando los días. Zeta en el colegio, tan observador, había aprendido a leer. Mario, en casa, como no tenía nada que hacer, se dedicaba a curiosear por todas partes y a descubrir rincones en los que nunca se había fijado. También se estaba volviendo más valiente: ¡hasta había aprendido a enfrentarse al aspirador como nunca lo había hecho su gato! Y eso que al principio, cuando sintió la máquina apuntando hacia él casi se cae del susto, pero sabía que no tenía nada que temer, porque aunque esa máquina era muy potente, él era mucho más rápido.
Pero ambos echaban de menos su vida anterior: el colegio estaba bien, y leer era muy divertido para Zeta, pero era mucho mejor pasarse todo el día durmiendo y curioseando a su antojo. A Mario ser gato le parecía muy cómodo, pero también muy aburrido. No podía salir a a la calle, ni jugar al fútbol con amigos. Extrañaba el colegio, ¡incluso aunque le hicieran leer en alto!
Así que aquella noche, cuando habían pasado ya siete días desde que se cambiaron los papeles, Mario y Zeta empezaron a discutir cómo acabar con aquella situación:
–Yo no quiero ir más al colegio. ¡Vaya aburrimiento!
–Y yo no quiero quedarme todo el día en casa… ¡eso sí que es aburrido!
–Pero ¿qué hacemos? No sabemos por qué ha pasado esto, ni tampoco cómo solucionarlo…
Y justo en aquel momento, el hada traviesa que había creado el encantamiento apareció en la habitación. Era pequeña como una mariposa y no llevaba una barita mágica, sino una pistola de agua con la que disparó a Zeta y a Mario que volvieron a sus cuerpos originales.
–¡Espero que hayan aprendido la lección y ahora disfruten con lo que son!
Pero tanto Zeta como Mario habían aprendido algo más. Zeta había aprendido a leer y desde entonces, además de husmear por todas partes, jugar con bolas de lana, dormir y comer, también le pedía a Mario que le dejara abierto algún libro de cuentos para leer un ratito. Mario, a su vez, había aprendido a ser más curioso y a no tener miedo cuando la profesora le pedía que leyera en alto. Si se había enfrentado valiente a una máquina que absorbía pelos… ¿cómo no iba a atreverse con la lectura?